lunes, 19 de mayo de 2008

Francesc Burguet Ardiaca


La primera vez que topé con este personaje, fue en su asignatura de redacción periodística. Yo acababa de aterrizar en la facultad y acudía a sus clases, en silencio y con una actitud tímida, pero con la ilusión del primer día a flor de piel. Su semblante físico ya destilaba un cierto olor a cinismo que suscitó los primeros comentarios de todos los alumnos de la clase. Una sonrisa incisiva, una perilla sospechosa y una mirada penetrante ya hacían prever que estábamos ante un profesor singular. Y no tardó demasiado tiempo en corroborarlo. Su capacidad para humillar sin piedad a los alumnos que osaban discutir sus argumentaciones, atemorizó al resto de la clase. Aún así, dicen que las apariencias engañan.

Nuestro protagonista es un hombre de sangre caliente, que imparte sus clases con auténtica devoción. Apasionado y enfermo del periodismo. Se le nota que ejerce diariamente una lectura transversal y crítica de toda la prensa estatal. Durante años fue crítico de obras de teatro para El País. Y no descarto que su sueño de infancia, fuera ser actor.

O eso sospecho por la forma que plantea sus clases. Se sitúa delante de su auditorio, con una sonrisa desafiante y empieza a exponer un discurso repleto de figuras retóricas, metáforas, comparaciones y sobre todo, abundantes pero precisos adjetivos. Utiliza una ironía fina para ejercitar un humor que incorpora repentinamente cuando aprecia que el ambiente se vuelve soporífero. Las carcajadas de sus alumnos le dibujan, ahora sí, una sonrisa más amigable y humana. Recorre a chistes mayoritariamente izquierdosos donde personajes públicos como Acebes o Marichalar salen bastante perjudicados. En cuanto a su discurso más teórico, estamos ante un nuevo profeta de la profesión. Cada sesión, nos destapa nuevas verdades: la objetividad no existe, la opinión y la información son inseparables. Se pasa por el forro todos los códigos deontológicos, manuales de estilo y teorías semióticas existentes. Y como último apunte, es de aquellos profesores que consiguen imponer respeto al alumnado, que asiente callado y atento ante sus aplastantes monólogos sobre la profesión. Aún así, su rostro cansado y una calvicie imposible de disimular, denotan que los años lo han apaciguado y que ya no es la fiera indomable que era antes.

Amante de las experiencias fuertes, me aventuraría a pronosticarle un pasado de notable éxito con las mujeres y probable coqueteo con algunos vicios inherentes al ser humano. No obstante, a nuestro personaje también le va la vida contemplativa. Disfruta intensamente de sus dos grandes pasiones: la literatura y el teatro. Con total seguridad, de ideas de izquierdas. En una ocasión, le adiviné en la solapa de su americana su pasión por las causas perdidas. Responde al perfil de aquellos profesores que forman parte de la generación que vivió de lleno la transición y por ello, ejercen sobre sus alumnos aquella cansina y tópica cantarela que tacha a los jóvenes de hoy como seres conformistas, faltos de ideas y despreocupados. Quizás no le falte razón, pero generalizar es casi tan cínico como objetivar.

Poco amantes de los tópicos. Existe uno que le define a la perfección, nuestro protagonista no deja indiferente nunca a nadie. O despierta antipatías o admiración pero jamás indiferencia. Su personalidad despierta un maniqueísmo desbordante. O estás con él o contra él. Para acabar mi retrato, me voy a permitir el lujo de convertirme en un objeto totalmente inanimado, rígido, imparcial, neutral y ecuánime para así poder afirmar, sin miedo a sus demoledores reproches, que “objetivamente estamos ante un tipo de profesor en peligro de extinción”.